Un cuento corto para rendir homenaje al año que se va y dar una alegre bienvenida al año que empieza.
¡Feliz año nuevo!
Era un 31 de diciembre como cualquier otro. Pablito estaba cenando en la quinta de su tío, junto con un verdadero familión. Allí estaban los abuelos y abuelas, los primos y primas, los tíos y tías, y muchas otras personas que no sabía exactamente qué parentesco tenían con él. Los más chicos jugaban y correteaban, los más viejos se aposentaban en cómodos sillones, y el resto deambulaba por ahí, riendo, charlando, bebiendo y comiendo. A lo lejos se escuchaba, cada tanto, algún petardo, y de cuando en cuando alguna cañita voladora sobresaltaba a los distraídos.
Faltaba poco para las doce de la noche. Pablito jugaba y corría con el resto de los chicos, cuando vio una figura que no le resultó familiar. Era un viejo, pero no estaba apoltronado en un sillón como los otros. Estaba sentado allá lejos, solo, casi en el borde del enorme jardín, dando la espalda a la muchedumbre, contemplando quién sabe qué.
Pablito se apartó de los otros chicos para aproximarse al anciano. Fue caminando despacito, casi con miedo, hasta estar lo suficientemente cerca.
–¿Cómo te llamás? –le preguntó.
El viejo volteó y miró a Pablito con ojos cansados y una sonrisa tierna.
–Me llamo Dosmil Dieciocho. ¿Y vos?
–Pablo.
–Gusto en conocerte, Pablo –dijo el viejo.