A buena altura sobre el bosque y ocultos detrás de la densa pantalla de las nubes, el sol y el viento seguían su discusión, que sostenían desde tiempo inmemorial, sobre cuál de los dos era el más fuerte.
–¡Claro que soy yo! –insistió el sol–. Mis rayos son tan poderosos que puedo chamuscar la Tierra hasta reducirla a negra yesca reseca.
–Sí, pero yo puedo inflar mis mejillas y soplar hasta que se derrumben las montañas, se astillen las casas convirtiéndose en leña y se desarraiguen los grandes árboles del bosque.
–Pero yo puedo incendiar los bosques con el calor de mis rayos –dijo el sol. –y yo, hacer girar la vieja bola de la Tierra con un solo soplo –insistió el viento.
Mientras estaban sentados disputando detrás de la nube, y cada uno de ellos profería sus jactancias, salió del bosque un granjero. Vestía un grueso abrigo de lana y tenía calado sobre las orejas un sombrero.
–¡Te diré lo que haremos! –dijo el sol–. El que pueda, de nosotros dos, arrancarle el abrigo de la espalda al granjero, habrá probado ser el más fuerte. –¡Espléndido! –bramó el viento y tomó aliento e hinchó las mejillas como si fueran dos globos.
Luego, sopló con fuerza... y sopló... y sopló. Los árboles del bosque se balancearon. Hasta el gran olmo se inclinó ante el viento, cuando éste lo golpeó sin piedad. El mar formó grandes crestas en sus ondas, y los animales del bosque se ocultaron de la terrible borrasca.
El granjero se levantó el cuello del abrigo, se lo ajustó más y siguió avanzando trabajosamente.
Sin aliento ya, el viento se rindió, desencantado. Luego, el sol asomó por detrás de la nube. Cuando vio la castigada tierra, navegó por el cielo y miró con rostro cordial y sonriente al bosque que estaba allá abajo. Hubo una gran serenidad y todos los animales salieron de sus escondites. La tortuga se arrastró sobre la roca que quemaba, y las ovejas se acurrucaron en la tierna hierba.
El granjero alzó los ojos, vio el sonriente rostro del sol y, con un suspiro de alivio, se quitó el abrigo y siguió andando ágilmente.
–Ya lo ves –dijo el sol al viento– A veces, quien vence es la dulzura.
–¡Claro que soy yo! –insistió el sol–. Mis rayos son tan poderosos que puedo chamuscar la Tierra hasta reducirla a negra yesca reseca.
–Sí, pero yo puedo inflar mis mejillas y soplar hasta que se derrumben las montañas, se astillen las casas convirtiéndose en leña y se desarraiguen los grandes árboles del bosque.
–Pero yo puedo incendiar los bosques con el calor de mis rayos –dijo el sol. –y yo, hacer girar la vieja bola de la Tierra con un solo soplo –insistió el viento.
Mientras estaban sentados disputando detrás de la nube, y cada uno de ellos profería sus jactancias, salió del bosque un granjero. Vestía un grueso abrigo de lana y tenía calado sobre las orejas un sombrero.
–¡Te diré lo que haremos! –dijo el sol–. El que pueda, de nosotros dos, arrancarle el abrigo de la espalda al granjero, habrá probado ser el más fuerte. –¡Espléndido! –bramó el viento y tomó aliento e hinchó las mejillas como si fueran dos globos.
Luego, sopló con fuerza... y sopló... y sopló. Los árboles del bosque se balancearon. Hasta el gran olmo se inclinó ante el viento, cuando éste lo golpeó sin piedad. El mar formó grandes crestas en sus ondas, y los animales del bosque se ocultaron de la terrible borrasca.
El granjero se levantó el cuello del abrigo, se lo ajustó más y siguió avanzando trabajosamente.
Sin aliento ya, el viento se rindió, desencantado. Luego, el sol asomó por detrás de la nube. Cuando vio la castigada tierra, navegó por el cielo y miró con rostro cordial y sonriente al bosque que estaba allá abajo. Hubo una gran serenidad y todos los animales salieron de sus escondites. La tortuga se arrastró sobre la roca que quemaba, y las ovejas se acurrucaron en la tierna hierba.
El granjero alzó los ojos, vio el sonriente rostro del sol y, con un suspiro de alivio, se quitó el abrigo y siguió andando ágilmente.
–Ya lo ves –dijo el sol al viento– A veces, quien vence es la dulzura.