Llegada la hora del postre, Natalia se vino de la cocina trayendo orgullosa una gran fuente de vidrio repleta de un mar de crema blanca, ondulante, semi-sólida, bordeada por una línea de caramelo color cobre, y precedida por un característico aroma de ramitas de vainilla. Mi boca se hizo agua, como siempre ocurría a la llegada del sublime postre, sin importar lo abundante que hubiera sido el plato principal. Se trataba del famoso postre de crema de la tía Mercedes –Mecha, para la familia– del que yo era un fanático consumado. Ese fanatismo me había hecho acreedor vitalicio a una de las esquinas de la fuente, esas porciones privilegiadas con doble borde acaramelado.
“Te quedó casi tan rico como a mí”, le dijo Mecha a mi hermana mitad en broma, mitad en serio. Y Nati lo tomó como un cumplido, como un reconocimiento al esfuerzo que había puesto en copiar al dedillo la receta legendaria de la tía. Pero ese “casi” era innegable. Había algo que le faltaba. Algo sutil, indescriptible, pero que a los realmente fanáticos del legendario postre de crema nos permitía detectar cuándo la preparación había estado en manos de Mecha y cuándo en manos de alguna imitadora.
Al igual que Nati, otras cocineras de la familia intentaban imitar la creación culinaria de la tía Mecha, pero a pesar de que su inventora les detallaba con lujo de detalles los ingredientes y el procedimiento, a ninguna le quedaba igual. “No puede ser, tiene que haber algo que no nos estás diciendo”, se quejaban las imitadoras ante la diferencia en las versiones de unas y de otra. Pero Mecha insistía en que no, que no había secretos.
Siendo ya adulto y estando el recuerdo de ese postre cuidadosamente guardado entre las dulces memorias de mi infancia, confieso que tuve el privilegio de descubrir la verdad. Como suele ocurrir con estos descubrimientos, ocurrió por casualidad. Yo tendría unos cinco, seis años. Lo suficientemente poco como para pasar desapercibido mientras jugaba tranquilo con mis autos y mis muñequitos. En eso estaba yo, abocado a mis juegos en el piso de la cocina, mientras Mecha preparaba su famoso postre, asistida por la infaltable ayuda de Nati, quien, con apenas un par de años más que yo, ya demostraba su interés por la cocina.
A mitad de la preparación, Mecha mandó a su voluntariosa asistente al almacén a comprar algo que supuestamente se había olvidado. Al ausentarse Nati, y sin saber que yo la observaba, Mecha se subió a una silla y, estirándose todo lo que pudo, tomó de encima de una alacena una lata con más manchas de óxido que inscripciones legibles. Después de bajar de la silla, abrió la lata y sacó de ella una botellita pequeña, como de perfume, tapada con un corcho. Destapándola sólo un poco, roció apenas unas gotas del transparente contenido sobre el postre. Luego tapó la botella y la volvió a poner en la lata, para esconder ésta de nuevo encima de la alacena.
No le di ninguna trascendencia al hecho, ya que era muy poco lo que me importaba en comparación con el andar suave y veloz de los nuevos Matchbox que me habían regalado. Sin embargo, después de muchas mañanas de ocio lúdico transcurridas en el piso de la cocina, observé un patrón en el accionar de la tía cuando preparaba el postre de crema: siempre buscaba la forma de quedarse sola en la cocina por un rato, para utilizar el misterioso ingrediente contenido en la botella oculta dentro de la lata. Incluso, cuando fui un poco más grande y mi presencia no pasaba tan desapercibida, también buscó la forma de alejarme de la cocina durante los momentos clave de la preparación.
Un buen día cedí a la tentación de averiguar qué era el contenido de la misteriosa botella. Una tarde en que la totalidad de la familia dormía la siesta, me subí a la misma silla que usaba Mecha, extraje la botella de la lata y la examiné al trasluz. Su líquido contenido era completamente incoloro. Quité el corcho y acerqué el pico a mi nariz. Ningún olor emanaba de la botella. Finalmente me animé a probar el líquido, para descubrir con sorpresa que era también completamente insípido. No podía ser otra cosa que agua. Decepcionado por lo intrascendente de mi descubrimiento, guardé la botella y dejé todo como estaba, para que Mecha no supiera que había profanado su secreto.
Con el tiempo olvidé el asunto del ingrediente misterioso, hasta que un domingo, a la hora en que las religiosas de la familia –grupo que incluía a Mecha como líder y a mi mamá y a mi hermana como fieles acompañantes– volvían de la misa, se develó el misterio. Cuando Mecha estuvo sola en la cocina, y sin reparar en que yo la observaba desde el comedor a la vez que miraba la tele, sacó de su bolsillo una botellita llena de agua tapada por un corcho; era, sin lugar a dudas, la misma botella del ingrediente secreto. Se subió a la silla y la guardó en la latita escondida sobre la alacena. En sucesivos domingos pude observar que la tía siempre sacaba la botella semivacía de su escondite antes de la misa y la volvía a guardar después, llena hasta el tope. Tiempo después logré atar cabos y finalmente entendí el misterio del postre de crema.
Nunca lo divulgué, ya que respetaba el derecho de Mecha a mantener el secreto sobre la receta de su invención. Sin embargo, a partir de la revelación del misterio, pude disfrutar del exquisito postre de otra manera. Comprendí que ese ingrediente secreto no afectaba en forma alguna el sabor que se percibía con el paladar; sin embargo, ese mínimo aporte convertía al disfrute del postre en una experiencia religiosa, al darle un sabor que no se detectaba en la boca, sino que se saboreaba con el alma.
“Te quedó casi tan rico como a mí”, le dijo Mecha a mi hermana mitad en broma, mitad en serio. Y Nati lo tomó como un cumplido, como un reconocimiento al esfuerzo que había puesto en copiar al dedillo la receta legendaria de la tía. Pero ese “casi” era innegable. Había algo que le faltaba. Algo sutil, indescriptible, pero que a los realmente fanáticos del legendario postre de crema nos permitía detectar cuándo la preparación había estado en manos de Mecha y cuándo en manos de alguna imitadora.
Al igual que Nati, otras cocineras de la familia intentaban imitar la creación culinaria de la tía Mecha, pero a pesar de que su inventora les detallaba con lujo de detalles los ingredientes y el procedimiento, a ninguna le quedaba igual. “No puede ser, tiene que haber algo que no nos estás diciendo”, se quejaban las imitadoras ante la diferencia en las versiones de unas y de otra. Pero Mecha insistía en que no, que no había secretos.
Siendo ya adulto y estando el recuerdo de ese postre cuidadosamente guardado entre las dulces memorias de mi infancia, confieso que tuve el privilegio de descubrir la verdad. Como suele ocurrir con estos descubrimientos, ocurrió por casualidad. Yo tendría unos cinco, seis años. Lo suficientemente poco como para pasar desapercibido mientras jugaba tranquilo con mis autos y mis muñequitos. En eso estaba yo, abocado a mis juegos en el piso de la cocina, mientras Mecha preparaba su famoso postre, asistida por la infaltable ayuda de Nati, quien, con apenas un par de años más que yo, ya demostraba su interés por la cocina.
A mitad de la preparación, Mecha mandó a su voluntariosa asistente al almacén a comprar algo que supuestamente se había olvidado. Al ausentarse Nati, y sin saber que yo la observaba, Mecha se subió a una silla y, estirándose todo lo que pudo, tomó de encima de una alacena una lata con más manchas de óxido que inscripciones legibles. Después de bajar de la silla, abrió la lata y sacó de ella una botellita pequeña, como de perfume, tapada con un corcho. Destapándola sólo un poco, roció apenas unas gotas del transparente contenido sobre el postre. Luego tapó la botella y la volvió a poner en la lata, para esconder ésta de nuevo encima de la alacena.
No le di ninguna trascendencia al hecho, ya que era muy poco lo que me importaba en comparación con el andar suave y veloz de los nuevos Matchbox que me habían regalado. Sin embargo, después de muchas mañanas de ocio lúdico transcurridas en el piso de la cocina, observé un patrón en el accionar de la tía cuando preparaba el postre de crema: siempre buscaba la forma de quedarse sola en la cocina por un rato, para utilizar el misterioso ingrediente contenido en la botella oculta dentro de la lata. Incluso, cuando fui un poco más grande y mi presencia no pasaba tan desapercibida, también buscó la forma de alejarme de la cocina durante los momentos clave de la preparación.
Un buen día cedí a la tentación de averiguar qué era el contenido de la misteriosa botella. Una tarde en que la totalidad de la familia dormía la siesta, me subí a la misma silla que usaba Mecha, extraje la botella de la lata y la examiné al trasluz. Su líquido contenido era completamente incoloro. Quité el corcho y acerqué el pico a mi nariz. Ningún olor emanaba de la botella. Finalmente me animé a probar el líquido, para descubrir con sorpresa que era también completamente insípido. No podía ser otra cosa que agua. Decepcionado por lo intrascendente de mi descubrimiento, guardé la botella y dejé todo como estaba, para que Mecha no supiera que había profanado su secreto.
Con el tiempo olvidé el asunto del ingrediente misterioso, hasta que un domingo, a la hora en que las religiosas de la familia –grupo que incluía a Mecha como líder y a mi mamá y a mi hermana como fieles acompañantes– volvían de la misa, se develó el misterio. Cuando Mecha estuvo sola en la cocina, y sin reparar en que yo la observaba desde el comedor a la vez que miraba la tele, sacó de su bolsillo una botellita llena de agua tapada por un corcho; era, sin lugar a dudas, la misma botella del ingrediente secreto. Se subió a la silla y la guardó en la latita escondida sobre la alacena. En sucesivos domingos pude observar que la tía siempre sacaba la botella semivacía de su escondite antes de la misa y la volvía a guardar después, llena hasta el tope. Tiempo después logré atar cabos y finalmente entendí el misterio del postre de crema.
Nunca lo divulgué, ya que respetaba el derecho de Mecha a mantener el secreto sobre la receta de su invención. Sin embargo, a partir de la revelación del misterio, pude disfrutar del exquisito postre de otra manera. Comprendí que ese ingrediente secreto no afectaba en forma alguna el sabor que se percibía con el paladar; sin embargo, ese mínimo aporte convertía al disfrute del postre en una experiencia religiosa, al darle un sabor que no se detectaba en la boca, sino que se saboreaba con el alma.
La respuesta al misterio del ingrediente secreto, en esta canción: