La naturaleza es sabia, y siempre se las arregla para que las especies se adapten a su entorno. En este cuento, la madre naturaleza hace algo sorprendente: adaptar a los árboles a las necesidades del hombre, para que éste no necesite cortarlos.
Para niñas y niños de todas las edades.
Los dos leñadores, Mauro y Vicente, se dirigían, como todas las mañanas, hacia la alameda, hacha en mano, para dar comienzo a una nueva jornada de corte de árboles.
Mauro se acercó al primero de los árboles marcados para el corte y preparó su hacha. Ya estaba haciendo el movimiento para comenzar a golpear el tronco cuando le pareció ver algo inusual en las hoj
as del álamo. Parecían marcas. Se acercó a una de las hojas para verla más detenidamente. Con sorpresa, descubrió que no eran marcas, sino letras. Miró otras hojas y lo mismo. Todas estaban escritas.
–¡Vicente, vení a ver esto! –gritó a su compañero.
–¿Qué pasa Mauro? ¡Más vale que sea importante! –protestó Vicente mientras se acercaba para ver qué había llamado la atención de Mauro.
–Mirá, estas hojas tienen algo escrito.
Vicente miró detenidamente, luego agarró una de las hojas que parecían escritas y la frotó con los dedos, para ver si las letras desaparecían. Pero no, los textos parecían formar parte del pigmento mismo de las hojas, como si fueran tatuajes.
Se acercó a las hojas para verlas más de cerca. Miró varias; todas estaban escritas, y el texto no era el mismo en todas las hojas. Miró a su compañero con cara de total perplejidad. En eso, los dos creyeron escuchar una voz en el bosque, y dirigieron su mirada hacia el lugar desde donde parecía provenir el sonido.
–¿Y eso? –preguntó Mauro.
–No sé, pero vamos a ver.
Los dos leñadores caminaron por el bosque guiándose por la voz, que cada vez se oía más cercana. De pronto, se encontraron con un hombre sentado en el suelo, recostado contra un árbol, leyendo un libro en voz alta.
–Señor, no puede estar acá –le dijo Vicente con aire autoritario–. Es peligroso, estamos cortando estos árboles. Además es propiedad privada.
El hombre se tomó su tiempo para terminar el párrafo que estaba leyendo. En cuanto terminó, cerró el libro, se quitó los anteojos, se puso de pie trabajosamente y miró a los dos hacheros con un rostro amable.
–Ustedes tienen razón, les ruego que disculpen mi intromisión –dijo con un hablar pausado–. Pero les tengo que confesar algo: no es la primera vez que entro en esta alameda. De hecho hace mucho tiempo que vengo aquí a sentarme a leer casi a diario.
–¿Ah, sí? –exclamó Vicente, cruzándose de brazos y fingiendo cara de enojado (de hecho, estaba avergonzado por no haber detectado antes las intrusiones de ese hombre)–. ¿Y desde cuándo, se puede saber?
–Mire, le voy a contar. La primera vez entré en este bosque persiguiendo un zorro que parecía querer jugar conmigo, por que se escapaba, luego volvía, me esperaba, me miraba y se escapaba otra vez. Cuando me quise acordar, el zorro había desaparecido definitivamente y yo me encontraba en el medio del bosque. Como estaba cansado, me recosté en uno de estos árboles y me puse a leer un libro que tenía en el bolsillo (a mí me gusta leer en voz alta). El lugar me pareció tan agradable que volví al día siguiente, y al siguiente, y así por muchos días. Siempre me sentaba contra el mismo árbol y leía mi libro en voz alta. Un día noté algo extraño: las hojas del árbol habían dejado de ser de color verde liso, y tenían marcas. Una mirada más detenida me permitió ver que no eran simplemente marcas; eran letras. Y esas letras, increíblemente, reproducían los mismos textos que yo había leído.
El hombre hizo una pausa mientras los leñadores lo miraban atónitos. Le rogaron que continuara.
–Vaya uno a saber –siguió hablando el hombre–. Dicen que la naturaleza es sabia, y creo que no se equivocan. En este caso, para preservar a estos árboles, Doña Naturaleza les dio la capacidad de escuchar y transcribir en sus hojas, como si fueran las páginas de un libro, los textos que el aire les hace llegar en forma de sonidos. Entonces, si las hojas ya traen los textos escritos, no hace falta cortar los árboles para transformarlos en papel sobre el cual imprimir los mismos textos.
La noticia de los árboles escritos se conoció por todo el mundo, y con el tiempo esa alameda se declaró reserva natural/biblioteca. La gente la visitaba y leía las hojas de los árboles, o bien se sentaban cerca de los árboles más jóvenes, para después ver cómo lo que habían leído aparecía escrito en las hojas, como por arte de magia.
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as del álamo. Parecían marcas. Se acercó a una de las hojas para verla más detenidamente. Con sorpresa, descubrió que no eran marcas, sino letras. Miró otras hojas y lo mismo. Todas estaban escritas.
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–Mirá, estas hojas tienen algo escrito.
Vicente miró detenidamente, luego agarró una de las hojas que parecían escritas y la frotó con los dedos, para ver si las letras desaparecían. Pero no, los textos parecían formar parte del pigmento mismo de las hojas, como si fueran tatuajes.
Se acercó a las hojas para verlas más de cerca. Miró varias; todas estaban escritas, y el texto no era el mismo en todas las hojas. Miró a su compañero con cara de total perplejidad. En eso, los dos creyeron escuchar una voz en el bosque, y dirigieron su mirada hacia el lugar desde donde parecía provenir el sonido.
–¿Y eso? –preguntó Mauro.
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–Señor, no puede estar acá –le dijo Vicente con aire autoritario–. Es peligroso, estamos cortando estos árboles. Además es propiedad privada.
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–¿Ah, sí? –exclamó Vicente, cruzándose de brazos y fingiendo cara de enojado (de hecho, estaba avergonzado por no haber detectado antes las intrusiones de ese hombre)–. ¿Y desde cuándo, se puede saber?
El hombre hizo una pausa mientras los leñadores lo miraban atónitos. Le rogaron que continuara.
–Vaya uno a saber –siguió hablando el hombre–. Dicen que la naturaleza es sabia, y creo que no se equivocan. En este caso, para preservar a estos árboles, Doña Naturaleza les dio la capacidad de escuchar y transcribir en sus hojas, como si fueran las páginas de un libro, los textos que el aire les hace llegar en forma de sonidos. Entonces, si las hojas ya traen los textos escritos, no hace falta cortar los árboles para transformarlos en papel sobre el cual imprimir los mismos textos.
La noticia de los árboles escritos se conoció por todo el mundo, y con el tiempo esa alameda se declaró reserva natural/biblioteca. La gente la visitaba y leía las hojas de los árboles, o bien se sentaban cerca de los árboles más jóvenes, para después ver cómo lo que habían leído aparecía escrito en las hojas, como por arte de magia.
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